lunes, 24 de marzo de 2008
Una historia de resistencia
El sol se escurre entre las nubes, y el mediodía logra entibiar el vino tinto que espera en la mesa. El abuelo Carlos es uno de los primeros en llegar. Trae un pan artesanal, una enorme picada y algunas historias, demasiadas, que atraviesan a su familia hasta el dolor. El carbón se enrojece en la parrilla mientras primos, tíos, hijos y abuelos van entrando, junto a sus ausencias, por la puerta abierta de la casa de City Bell. Carlos Ramírez Abella carga 82 años y casi ninguna arruga. El tiempo parece haberse detenido en su piel, desde que seis miembros de su familia desaparecieron en sólo ocho meses. Sus canas, en cambio, revelan la intensidad de los últimos treinta años cuando su vida “se transformó totalmente”: de abuelo a padre, de abogado a militante, de marido a compañero de lucha. Familia. En cada frase, en cada anécdota, Carlos repite la palabra familia. Así habla de su papá abogado y cajetilla, pero “bien de pueblo”, que abría su casa a quien tuviera hambre; de tres hermanos varones que le enseñaron a pelearse mano a mano “pero nunca con uno más chico”; y de una hija “que se hizo montonera por las dictaduras que persiguieron al peronismo”. Así también explica las ausencias: “Siempre fuimos una familia con especial atención por la política. Muy solidarios. Una familia a la que nos rebela la injusticia”. Carlos militó desde muy joven en el radicalismo. “Era de la UCRI. Antiperonista pero no gorila”, aclara, y en seguida agrega: “Siempre estuve orgulloso de la militancia de mi hija”. Aunque se recibió de abogado, trabajó de su profesión recién en 1962, después de ocupar el cargo de director general del Ministerio de Educación bonaerense. “En el 83 dejé la abogacía. Nunca más me puse un traje y me dejé la barba que llevo hasta hoy.” El asado del domingo reunió a la familia con la misma intensidad que el terrorismo de Estado la diezmó cuando secuestró a Elbita, Arturo, Alicia, Daniel, Manely y Nereo, entre abril y diciembre de 1977. Todos eran montoneros y de La Plata. A todos se los llevaron junto a sus pequeños hijos. Elbita fue la primera. La sobrina de Carlos vivía en Berisso con su compañero Arturo Baibiene, y su hijos, Leticia, de tres años y medio, y Ramón, de uno. El 26 de abril de 1977, en un operativo que ningún vecino aún puede olvidar, los militares se llevaron a Elbita junto a sus dos chiquitos, que aparecieron algunos días después en la Casa Cuna de La Plata. A horas del secuestro, en la misma casa, también mataron a Arturo. “Yo registré todo –dice Leticia detrás de unos grandes lentes oscuros–, y de repente me hice adulta a los cuatro años. Relataba todo el tiempo lo que había pasado, tal vez como una manera de entender que eso había sucedido de verdad.” Ramón, en cambio, no se acuerda de nada, pero heredó de su papá los buenos asados y la pasión por la abogacía. Después de Elbita, el 6 de diciembre desapareció su hermana Alicia y su marido Daniel Cassataro. A ellos también se los llevaron con sus dos pequeñas hijas, Juliana y Roxana. “A las nenas las encontramos porque mi mujer Haydée era bruja”, recuerda Carlos con una sonrisa. Después del secuestro, Juliana, de tres, y Roxana, de uno, fueron abandonadas en un juzgado de menores. Allí llegó Carlos en busca de su nieto Arturo. “El 29 de diciembre desapareció mi hija María Nélida (Manely), su marido Nereo y su bebé Arturo, de cuatro meses”, relata mientras el humo de la pipa de Ramón endulza el humo del asado. Desde ese día, recorrió juzgados y comisarías de la zona de San Martín –donde vivía su hija– tratando de ubicar a su nietito. En febrero, en un juzgado le respondieron que no había ningún bebé y que sólo tenían dos hermanitas abandonadas. Cuando llegó a su casa, Haydée le dijo: “Pueden ser las hijas de Alicia”. Fue un pálpito. Nadie sabía hasta ese momento que Alicia y su familia habían sido secuestradas casi tres meses antes. Las nenas del juzgado eran Juliana y Roxana. La historia de Arturo fue la más complicada. Hasta que Carlos lo ubicó, pasó varios meses apropiado por un comisario. “Hablé con un juez amigo que habló con el jefe de policía. Finalmente lo ubicaron y lo devolvieron.” Ese día, Carlos se transformó otra vez en “papá”. Tenía 52 años. La última vez que vio a su hija fue quince días antes del secuestro. “Ese día le dije que podía sacarla del país –recuerda–. Ella me dijo algo que nunca me olvidaré: ‘Si a vos te hubieran matado a algunos de tus amigos, ¿te habrías ido? A mí ya me asesinaron a 27 cumpas; no me puedo ir, papá’.” Las seis desapariciones modificaron el rumbo de la familia Ramírez Abella. La mujer de Carlos dedicó todo el resto de su vida a Madres de Plaza de Mayo. “Allí Haydée conoció a Hebe de Bonafini, quien se convirtió en una hermana para nosotros”, cuenta, y en seguida agrega: “Mirá cómo será, que muchos dicen que la única vez que vieron a Hebe llorar fue cuando en el 95 se murió Haydée”. Además de acompañar a su esposa en el reclamo de las Madres por los desaparecidos, Carlos fundó la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en La Plata. “En la APDH organizamos la primera gran marcha de La Plata en plena dictadura y también logramos que en El Día saliera publicada la lista de desaparecidos de la ciudad.” Después, un grupo de maridos quiso crear una asociación como Madres pero compuesta de padres. Carlos se negó: “Nosotros tenemos que acompañarlas porque acá lo importante son ellas”. Sin embargo, no sólo “acompañó”. Defendió detenidos políticos, presentó hábeas corpus y distribuyó entre los jueces el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el que ya se hablaba de desaparecidos. “Cómo no iba a hacer todo lo que hice –se pregunta–. Si se habían llevado a mi hija, a dos sobrinas y a sus maridos.” A la escuela con Massera Carlos nunca volvió a ver a su hija Manely. Sólo sabe que fue llevada a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y que cuatro días después de su secuestro la “trasladaron”. Por lo menos, así figuraba en una lista que el sobreviviente Víctor Basterra robó del centro. Cosas del destino. El jefe de la ESMA, por donde pasaron cinco mil detenidos, era el almirante Emilio Massera, un ex compañero de escuela de Carlos. “Estábamos en distintas divisiones del Colegio Nacional de La Plata, un gran proveedor de la Escuela Naval”, dice, y como si se le hubiera aparecido su fantasma lo recuerda: “Era un tipo muy agradable y simpático. Me lo encontraba también en los bailes del club Estudiantes. Pero la última vez que hablé con él fue en el 70 cuando, de casualidad, lo encontré mientras me comunicaba por radio con mi hija que estaba en Estados Unidos. Nos saludamos, cruzamos algunas frases”. Sin embargo, después de la desaparición de Manely no fue a verlo. “¡Qué iba a ir a verlo! Es un hijo de puta. Asesinó a mi hija”, insulta por primera vez.
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1 comentario:
Es impresionante lo que has escrito. Me he quedado sin palabras. Por aquí se oye y se lee sobre el horror que vivió Argentina en los setenta, pero tus palabras no són solo información, transmiten el horror y el dolor.
Saludos desde Barcelona, una tierra que (sin querer levantar odios) también ha sufrido el azote del "conquistador español"
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